Son sólo caricias espóntaneas resbalando por tu cuerpo, tras un cálido y confortable abrazo, y mis dedos recorriendo dulcemente y sin prisas tu espalda desnuda. Es mirar fijamente tus lindos ojos y ver con los míos que algo, aunque sea pequeñito, ves en mí. Es esa sensación de seguridad que me produce sentirte cerca. Sería pasajera, sí, lo sé, pero sería seguridad al fin y al cabo. Es admirar tu pelo por la noche, y esa misma madrugada despeinarlo para por la mañana volverlo a peinar entre risas fundidas en besos. Besos que ya tengo envueltos y enlazados, listos para ser regalados. Si hasta tienen tu nombre. Besos suaves y fieros. Besos tímidos y seguros. Besos ansiosos y pacientes. Besos secos y húmedos. Besos vespertinos, nocturnos y matutinos. Besos aquí y allá. Besos originales y repetidos. Besos serios y juguetones. Besos sedientos y hambrientos. Besos solitarios y mutuos. Besos entregados y robados. Besos porque sí y por qué no. Besos y más besos. Besos.
Es surcar tus labios y atravesarlos valientemente. Es tu boca, que aunque lo haga mil veces siempre se me quedará por explorar, donde está tu lengua, contra la que quiero pelear y perder siempre y ganar a veces. Como escuderas estarán tus manos, que cuando nuestras bocas se beban, no tendrán miedo al tacto, y lo ansiarán y lo necesitarán. Es emborrachar tu cuerpo con todos aquéllos besos. Es mi voz diciéndote, trémula y pudorosa, pero esperanzada, que tengo ganas de ti. Es tu oreja a la que susurrando le confieso mis deseos y susurrando le pregunto por los tuyos. Es olerte sin ti de repente, y evocar tu presencia, otrora pura libido. Es dejarme llevar por el vaivén de tu cuerpo borracho ya. Es iluminar la oscuridad con mi placentera sonrisa, y es llenar el silencio con tus suaves y deliciosas vocales. Es vibrar los dos a un tiempo. Es dormirnos contentos y jactándonos de haber hecho algo bueno. Es despertarme y verte despertarte y verme. Y entonces, sonriendo, decirnos hola.
Pero justo cuando voy a ofrecérteme (de nuevo, porque sabes que ya lo he hecho), se me antoja que hacerte llegar de nuevo mi invitación será en balde. Quizás lo sienta así por hartazgo y odio al camino tan directo que dibuja siempre el desprecio. Quizás sea por el cansancio e inseguridad que produce el instantáneo trayecto de ese camino. O puede que sea por la desilusión de llamar a tu puerta y que me digas desde dentro que no hay nadie... Terrible sensación...
Pero albergo una mínima sensación de tranquilidad, un destello apenas, aunque tiene sobre ella el inamovible peso del temor a otro desprecio, de que si mañana tú también quieres lo que yo, me lo dirás. ¿Verdad? ¿¿Verdad?? Que no te callen ni el miedo ni la vergüenza. Respóndeme sin mirar el reloj y aunque no recuerdes el calendario. Dímelo. Sabes que te diré que sí. ¿Que soy tonto? Pues no. Soy más.
Ay... qué será de mis-tus besos...
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