Ahora cuando me vaya a dormir,
volveré a imaginarnos haciéndolo. Llevo imaginándonos un buen rato. Confieso
que durante algún tiempo. Lo he
visionado todo. Quedamos, hablamos, y
tras algunas charlas banales pero necesarias, sin dilación ni rodeos, te invito
a mi cama, con la excusa y la razón de que no quiero dormir solo. Tú, que
llevas un rato entendiéndolo perfectamente, incluso esperando que diga algo al
respecto, y no sin resistirte un poco, asientes, y aceptas sonriendo mi
invitación. Llegamos tras un viaje nervioso, donde no sabemos qué decir, pero
sí que hacer, y que no hacemos por temor a un rechazo que ya sabemos que no
sucederá. Y así estamos, frente a
frente. La atracción existente pronto domina nuestras bocas, que acaban
uniéndose irremediablemente de una forma imparable. Los besos se suceden sin
parar, y nuestros labios parecen insaciables, pues cada beso parece acrecentar
el hambre. Nuestras manos van tocando por doquier, como si estuvieran
examinando el cuerpo ajeno, haciendo paradas en el cuello, la cintura y la cara
del otro. Las caricias se suceden, y la ropa empieza a quemarnos. Me despojas
de mi camiseta sin parar de besarme, y te quitas la tuya sin dejarme parar de
besarte. Me abrazas, y me estrechas contra ti. Nuestras barrigas se tocan,
sintiendo el calor del otro. Con nuestras lenguas enfrentadas en una muchísimo
más que placentera lucha, desabrochamos el botón del pantalón del de enfrente,
quitándonos al mismo tiempo los calcetines, por lo que ya sólo nos separa
nuestra ropa interior. Como si fuera imposible, no paramos de besarnos,
dulcemente, ferozmente, suavemente, agresivamente. Las caricias no cesan de
sucederse, y sucede lo ya inevitable. La pasión, la lujuria, nos dominan, y no
podemos otra cosa que dejarnos llevar. Además, es lo único que queremos en este
momento. Nos arrancamos dulcemente lo que nos queda de ropa, siendo ayudados
por el otro, y ya estamos como realmente queríamos estar. No han pasado ni dos
minutos desde que llegamos. Supongo que serán las cosas del directo. Ardiendo
de estar en y de tener al otro a nuestra disposición, adquirimos una posición
perfecta, donde los dos cuerpos se encuentran mucho más cómodos.
Me pides que me una a ti, que
entre. No puedo negarme a eso, y casi al momento, ya estoy llamando a tu
puerta. Me abres con muchas ganas, invitándome a pasar y que no piense en
gritar. Poco a poco voy entrando, y veo
el resultado en tu cara. Ya estoy totalmente dentro, y como simulando el
ambiente del mar, en un vaivén muy salvaje y sensual, nuestras caderas se
mueven a un solo ritmo, el ritmo que va
marcando el placer. Una vez ensamblados, unidos los cuerpos, nuestras caderas
parecen hacerse una, y nuestra respiración suena igual: será que las dos saben
dónde vamos a llegar. Los movimientos rítmicos se van sucediendo, sin guía, sin
pentagrama, y la música empieza a ser esa que llaman celestial. Tu pelo se desliza sutilmente por tu espalda,
y tu cuerpo desnudo me pide a gritos que lo toque, de arriba abajo, sin pedir
ninguna explicación: sólo quiere ser tocado. Y no seré yo quien se interponga
entre tu cuerpo y el mío.
Sedientos, hambrientos uno del
otro, el placer va haciéndose todopoderoso. Mi boca y mis manos están
desatadas, procurando tocar allí donde tú te retuerzas de puro gozo, mientras
me pagas la jugarreta haciéndome lo mismo. Caricias constantes que se ayudan de
besos, dados sin poder separar nuestras bocas, para hacer que dos llamas hagan
un único fuego. Despreocupados totalmente de lo que pasa alrededor, sólo
podemos centrarnos en la boca y el cuerpo del otro. In crescendo, nuestros
cuerpos chocan con la violencia y la frecuencia con que las olas (las mismas
que movían nuestras caderas) lo hacen en un rompeolas. El maremoto ya está en
marcha, y nuestras cinturas son las únicas que aún permanecen con vida, y como
intentando no ahogarse (o quizás a sabiendas de que también se apagarán tras la
tormenta y quieren tener un despedida digna), se agitan y se sacuden en busca
de una solución. Nuestras bocas hace tiempo que no se pueden ni tocar, pues las
necesitamos para respirar. Nuestras manos mantienen el contacto, aunque ya ni
lo sentimos, pues la fuerza de nuestras caderas es tal que nos domina
totalmente. El rompeolas está muy gastado de tanto choque de olas, y éstas se
hacen más fuertes ante la poca resistencia a la que se enfrentan, ya que
realmente ésta viene dada por nosotros. Sin pronunciar una sola palabra, nuestras
gargantas son las primeras en avisar de lo que está a punto de suceder, y
entramos en una fase de no retorno. Las caderas enloquecen, y se sienten
capaces de dominar a la otra, embistiéndola fuertemente, con la única finalidad
de hacerla volver para embestirla de nuevo. Se repelen para atraerse al
instante siguiente. Tras y durante ese juego magnético, en brevísimos segundos,
las cinturas son poseídas por espasmos tan fuertes como las sacudidas que los
han precedido, y con la boca entreabierta pidiendo que este momento nunca
acabe, las olas ya no son violentas y enormes, sino lentas y suaves. Nuestras
bocas vuelven a tocar el cuerpo ajeno, regalando besos por todos lados, hasta
que por fin las bocas se encuentran, y vuelven a unirse, tratando de sellar lo
que acaba de suceder. Una espontánea sonrisa se dibuja en ellas, que se
separan, suspirando. Ya no estamos cara a cara, y nuestros cuerpos descansan
mirando al techo, uno junto al otro. Con la respiración aún agitada, seguimos
sonriendo, satisfechos.
Después de la tormenta llega la
calma. Pero yo no hoy no tengo calma porque no ha habido tormenta.