jueves, 1 de septiembre de 2011

"Estás de suerte, soy tu presa"

Maniatado y amordazado de pura vergüenza,
intenté rabiosamente desasirme sin éxito,
con el único resultado de un fracaso épico
y mi resignación transformada en mueca.

Lo notaste, y de forma muy natural, muy cerca
te situaste, como en su consulta el médico,
y cual reza el padrenuestro un clérigo,
sobre mi mano se deslizaba la tuya, lenta.

“Mírame a los ojos”, dijiste sin hablar: y esa fue tu única treta.
Obedecí dócil, pero inseguro y medroso, con vértigo,
y el calor de tus ojos pudo con mi temor hermético
cuando, fijos, se clavaron como clavos en madera.

Empecé a sentir que se desvanecía mi fuerza,
y ya sólo pude dejarme llevar, escéptico:
no sabía si es que reviviría un recuerdo pretérito
o si se iba a crear uno nuevo diferente, sin mermas.

La espera a tu llegada se me hizo eterna,
con mi respiración a un ritmo frenético
y humedecidos mis labios resecos, famélico
de besos no veía la hora de tenerte a mi vera.

Yo había pasado no sé cuántas noches en vela
imaginando este momento, y ahora era idéntico.
Como sabiendo qué pasaría, como algo congénito,
tomé tu mano y me moví lo justo: un parpadeo apenas.

Tú los cerraste conmigo, y arrestados por la mano ajena,
nuestras bocas se tocaron en un lento e intrépido
movimiento, haciendo ese momento espléndido.
Sí. Tal y como ocurría en mi sueño, quedé de una pieza.

Noté una luz que destellaba, aún en la oscuridad plena.
Preguntándome qué era, te regalaba besos impertérrito,
mientras mis caricias hacían las veces de séquito.
Y descubrí que aquello brillante el placer de tenerte era.

Saboreando tu saliva mi boca estaba serena,
y me di cuenta de que no quería serle pérfido.
Contemplándote preparé más besos, con mi arsénico,
para que sintieras lo que yo: la lengua y la imaginación inquietas.

A dentelladas te besé, ávido de surcar tus praderas.
Rezumaba placer y ganas de ti de un modo histérico;
tú simulabas no notarlo, en un juego patético,
y tuviste que rendirte cuando, sin aviso, rocé tu pierna.

Me susurraste al oído “estás de suerte, soy tu presa”;
yo te respondí, en un comportamiento modélico,
que eras tú la afortunada, pues ya no habría más léxico.
Se terminaron las batallas. Comenzó la guerra.

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