viernes, 21 de octubre de 2011

Una noche de tormenta

Ahora cuando me vaya a dormir, volveré a imaginarnos haciéndolo. Llevo imaginándonos un buen rato. Confieso que durante algún tiempo.  Lo he visionado todo.  Quedamos, hablamos, y tras algunas charlas banales pero necesarias, sin dilación ni rodeos, te invito a mi cama, con la excusa y la razón de que no quiero dormir solo. Tú, que llevas un rato entendiéndolo perfectamente, incluso esperando que diga algo al respecto, y no sin resistirte un poco, asientes, y aceptas sonriendo mi invitación. Llegamos tras un viaje nervioso, donde no sabemos qué decir, pero sí que hacer, y que no hacemos por temor a un rechazo que ya sabemos que no sucederá. Y así estamos, frente a  frente. La atracción existente pronto domina nuestras bocas, que acaban uniéndose irremediablemente de una forma imparable. Los besos se suceden sin parar, y nuestros labios parecen insaciables, pues cada beso parece acrecentar el hambre. Nuestras manos van tocando por doquier, como si estuvieran examinando el cuerpo ajeno, haciendo paradas en el cuello, la cintura y la cara del otro. Las caricias se suceden, y la ropa empieza a quemarnos. Me despojas de mi camiseta sin parar de besarme, y te quitas la tuya sin dejarme parar de besarte. Me abrazas, y me estrechas contra ti. Nuestras barrigas se tocan, sintiendo el calor del otro. Con nuestras lenguas enfrentadas en una muchísimo más que placentera lucha, desabrochamos el botón del pantalón del de enfrente, quitándonos al mismo tiempo los calcetines, por lo que ya sólo nos separa nuestra ropa interior. Como si fuera imposible, no paramos de besarnos, dulcemente, ferozmente, suavemente, agresivamente. Las caricias no cesan de sucederse, y sucede lo ya inevitable. La pasión, la lujuria, nos dominan, y no podemos otra cosa que dejarnos llevar. Además, es lo único que queremos en este momento. Nos arrancamos dulcemente lo que nos queda de ropa, siendo ayudados por el otro, y ya estamos como realmente queríamos estar. No han pasado ni dos minutos desde que llegamos. Supongo que serán las cosas del directo. Ardiendo de estar en y de tener al otro a nuestra disposición, adquirimos una posición perfecta, donde los dos cuerpos se encuentran mucho más cómodos.

Me pides que me una a ti, que entre. No puedo negarme a eso, y casi al momento, ya estoy llamando a tu puerta. Me abres con muchas ganas, invitándome a pasar y que no piense en gritar.  Poco a poco voy entrando, y veo el resultado en tu cara. Ya estoy totalmente dentro, y como simulando el ambiente del mar, en un vaivén muy salvaje y sensual, nuestras caderas se mueven  a un solo ritmo, el ritmo que va marcando el placer. Una vez ensamblados, unidos los cuerpos, nuestras caderas parecen hacerse una, y nuestra respiración suena igual: será que las dos saben dónde vamos a llegar. Los movimientos rítmicos se van sucediendo, sin guía, sin pentagrama, y la música empieza a ser esa que llaman celestial.  Tu pelo se desliza sutilmente por tu espalda, y tu cuerpo desnudo me pide a gritos que lo toque, de arriba abajo, sin pedir ninguna explicación: sólo quiere ser tocado. Y no seré yo quien se interponga entre tu cuerpo y el mío.

Sedientos, hambrientos uno del otro, el placer va haciéndose todopoderoso. Mi boca y mis manos están desatadas, procurando tocar allí donde tú te retuerzas de puro gozo, mientras me pagas la jugarreta haciéndome lo mismo. Caricias constantes que se ayudan de besos, dados sin poder separar nuestras bocas, para hacer que dos llamas hagan un único fuego. Despreocupados totalmente de lo que pasa alrededor, sólo podemos centrarnos en la boca y el cuerpo del otro. In crescendo, nuestros cuerpos chocan con la violencia y la frecuencia con que las olas (las mismas que movían nuestras caderas) lo hacen en un rompeolas. El maremoto ya está en marcha, y nuestras cinturas son las únicas que aún permanecen con vida, y como intentando no ahogarse (o quizás a sabiendas de que también se apagarán tras la tormenta y quieren tener un despedida digna), se agitan y se sacuden en busca de una solución. Nuestras bocas hace tiempo que no se pueden ni tocar, pues las necesitamos para respirar. Nuestras manos mantienen el contacto, aunque ya ni lo sentimos, pues la fuerza de nuestras caderas es tal que nos domina totalmente. El rompeolas está muy gastado de tanto choque de olas, y éstas se hacen más fuertes ante la poca resistencia a la que se enfrentan, ya que realmente ésta viene dada por nosotros. Sin pronunciar una sola palabra, nuestras gargantas son las primeras en avisar de lo que está a punto de suceder, y entramos en una fase de no retorno. Las caderas enloquecen, y se sienten capaces de dominar a la otra, embistiéndola fuertemente, con la única finalidad de hacerla volver para embestirla de nuevo. Se repelen para atraerse al instante siguiente. Tras y durante ese juego magnético, en brevísimos segundos, las cinturas son poseídas por espasmos tan fuertes como las sacudidas que los han precedido, y con la boca entreabierta pidiendo que este momento nunca acabe, las olas ya no son violentas y enormes, sino lentas y suaves. Nuestras bocas vuelven a tocar el cuerpo ajeno, regalando besos por todos lados, hasta que por fin las bocas se encuentran, y vuelven a unirse, tratando de sellar lo que acaba de suceder. Una espontánea sonrisa se dibuja en ellas, que se separan, suspirando. Ya no estamos cara a cara, y nuestros cuerpos descansan mirando al techo, uno junto al otro. Con la respiración aún agitada, seguimos sonriendo, satisfechos.

Después de la tormenta llega la calma. Pero yo no hoy no tengo calma porque no ha habido tormenta.